Carla Rey

Letras que no son

2023

¿Cuántas letras habitan un trazo de tinta?

Agua que fluye plena de letras negras, no se pueden leer, pero se siente la poética de la imagen, caligrafía única de una artista que escribe en su propio lenguaje.

La impronta sutil carga un sinfín de ideas vividas en un instante.
Beatriz es un solo de tintas que se imponen como una orquesta, un banquete exquisito, perfume que despierta todos los sentidos, piel del papel que absorbe el gesto de la pincelada.

Despierta la mirada un negro penetrante que se vuelve grafismo o filigrana según la nota de la partitura intuitiva.
A veces pincel, otras una pluma imperceptible descargan sobre el papel las diversas emociones gestadas en lo más profundo que desbordan para contar el relato de una historia única.

Las palabras están, aunque no están escritas con letras.
Cada obra despliega una idea en conexión profunda con el ser.

Conectada con el impulso vital de la naturaleza Beatriz es una con ella y vibra alto cuando conecta con los materiales que dan vida como la savia a sus dibujos y pinturas.

Imágenes que son metáforas de las palabras que indaga.

Cuando uno entra en una de estas obras siente que puede develar los secretos de la vida.

Todo está allí … solo hay que descubrirlo.
No hay letras, hay gestos e improntas como huellas de un espacio sin tiempo ni reglas.

Libertad plena, idioma propio, las palabras las pone el espectador, dueño de la mirada que le pondrá letra y música a esta sinfonía de arte y vida.

Rodrigo Alonso

Sin palabras

2023

Las obras que conforman la muestra Letras que no son presentan un sucinto panorama de la vasta y productiva carrera de Beatriz de la Rúa. A través de ellas podemos adentrarnos en el singular universo visual de la artista, caracterizado por composiciones a medio camino entre la figuración y la abstracción, donde expresividad, espacio, pincelada y mancha se revelan como inobjetables protagonistas.

En la mayoría de sus trabajos, de la Rúa aborda los materiales plásticos sin programas ni bocetos previos. Continuando la tradición del automatismo psíquico practicada por los surrealistas, plasma líneas y manchas sobre una superficie diáfana, en la confianza de descubrir luego formas significativas que transmitan la emoción deseada. Así, las piezas surgen en un diálogo íntimo con el azar, los accidentes, lo desconocido, las fuerzas imprevistas. De esta tarea, que la artista lleva adelante con una pericia notable, resultan imágenes que a veces son finales (por ejemplo, en la serie Naturaleza dialogando, 2021), y que en otras ocasiones son el punto de partida para la construcción de una propuesta visual orientada por una vocación de representación evidente (como sucede en Los caminantes, 1997, o Bosque transformado, 2008).

La tinta es el material más recurrente, aunque no es el único ni aparece siempre del mismo modo. En algunas obras está aplicada de manera precisa dando cuerpo a las figuras de un dibujo (Todos miran algo nuevo, 2003) o a las líneas de un conjunto de patrones gráficos (Serie ADN, 2011). En otras, actúa sobre el plano del papel en forma de pincelada, ya sea a través de la elegancia de sus manifestaciones fortuitas (serie Naturaleza dialogando, 2021) como compitiendo por la definición del espacio pictórico (serie Dinamismo espiritual, 2015). En otras, la tinta diluida se impregna sobre el soporte creando campos cromáticos, extensiones líquidas, veladuras o atmósferas de un protagonismo perceptual potente (serie Lugares escondidos, 2006). Y en otras más, se une a materiales texturados ingresando en una tridimensionalidad que es, al mismo tiempo, física y visual (serie Camino a la caverna, 2006).

El espacio sobre el cual se despliegan todas estas variaciones fluidas es casi siempre la límpida geografía de la hoja de papel. Sin embargo, la relación entre materia plástica y soporte, figura y fondo, no es repetida, o por lo menos sus connotaciones no son siempre las mismas. En algunas obras, la superficie blanca que aporta el papel puede ser leída decididamente como un plano o como un fondo – o, para utilizar un concepto tradicional, como un “campo neutro”. Pero en otras, ese vacío adquiere proporciones espirituales o metafísicas. De hecho, este componente anímico está cada vez más presente en la obra de Beatriz de la Rúa, potenciándose en el período de la reciente pandemia global, durante el cual la palabra “espiritual” aparece cada vez con más frecuencia en los títulos.

Finalmente, en las producciones seleccionadas para esta exposición prima la reducción tonal a los blancos, los negros y las gradaciones de grises, aunque de la Rúa explora también otros cromatismos (Espíritu libre, 2020, da magnífica cuenta de ello). Esa decisión – para nada caprichosa, en tanto la vertiente monocroma es representativa de una buena parte del trabajo de la artista – nos invita a considerarlas de manera serena, más allá de los arrebatos emocionales que fomenta el color. Vistas en este modo, no es difícil ver en ellas el testimonio de la búsqueda de un estilo o de un vocabulario formal. Un vocabulario que rehúye de las palabras, en la confianza plena de su poderío visual, elocuente, sensible y espiritual.

Carla Rey

El origen es el instante

2022

Un trazo mágico lo capturó y lo imprimió en el papel…

… Los caminantes,
[transitan] el bosque transformado
[traslucen] lo no manifestado
[trascienden] dinamismo espiritual
[tejen] siluetas en el espacio,
[transforman] almas secretas,
[templan] almas atrevidas
en la naturaleza dialogando…

El origen es el momento en que el pincel y la tinta se encuentran con el papel.
Comienza a tejerse un nuevo relato entre la mano de la artista y estos elementos, una danza dinámica que se hace visible en contraste con el blanco.
La tinta nos cuenta de esta música inspirada en la vida y sus aspectos más profundos y esenciales.
Beatriz se vierte en el papel, lo no manifestado de sus emociones se vuelven líneas de tinta.
Fluyen siluetas en el espacio, símbolos, líneas plenas y así el ritmo de los cuerpos dejan su impronta.
Los caminantes son como pinceles que despiertan la alegría del acto creativo, emergen y recorren el bosque transformado.
Cuando Beatriz, mujer vibrante y plena, liga la inspiración con la materia, todo es posible, una superficie blanca se convierte en un mundo nuevo.
La artista cree y así crea una nueva realidad.
Beatriz instala sus papeles sobre la mesa o en el piso y la creatividad da a luz en un momento que resulta trascendental. La idea se vuelve huella, impronta, indicio sobre el soporte.

Pronto llega el gran momento: la ceremonia, instante sublime cuando la mirada del espectador se encuentra con la obra y esta le habla.
Tiempo en que se funden la artista, la obra y el espectador, el círculo mágico del arte que reúne a todos en un mismo instante.

Hoy vamos a transitar este viaje de líneas ondulantes y moduladas, cuando las almas atrevidas bailan y nos guían hacia una experiencia única.
Dialogando con las obras nos sentimos dueños del tiempo.
Instante consciente de arte y vida en que lo secreto es revelado.

Rodrigo Alonso

La pervivencia de las imágenes

2021

Considerada en conjunto, la producción artística de Beatriz de la Rúa pone de manifiesto una vocación formal y un universo imaginario que se consolidan lenta pero consistentemente. Sus procedimientos técnicos, materiales, temas y abordajes evidencian una constancia poco común, señalan intereses que se sostienen y enriquecen a lo largo del tiempo, revelan unas emociones y unas sensibilidades que encuentran en el lenguaje plástico el medio más idóneo para establecer un lazo visual y afectivo con el espectador.

Desde sus primeras pinturas hasta las últimas hay investigaciones, motivos y obsesiones que se retroalimentan sin cesar. Hay imágenes que se repiten, otras que desaparecen y luego resurgen, otras que conforman una suerte de sustrato poético inmanente que adquiere distintas intensidades en momentos diferentes. Podría decirse que la totalidad de su œuvre se despliega en un registro orquestal de sonoridades cambiantes, en el cual, cada tanto, algunos ritmos e instrumentos van asumiendo un protagonismo momentáneo. Así, la serie Cavernas oceánicas (1987) encuentra ritornellos en Camino a la caverna (2006), Caverna submarina (2012) y, finalmente, en la serie Cavernas (2015). Las tintas de la serie Lugares escondidos (2006) reverbera en las tintas posteriores de la misma serie (2015). Naturaleza y espíritu son tonalidades constantes puntuadas por algunos leitmotivs como manchas, árboles y multitudes.

Algo similar sucede en el nivel de las técnicas. Aunque el grueso del trabajo de Beatriz de la Rúa se enmarca en el amplio terreno pictórico, son múltiples los procedimientos que utiliza y su variación es permanente. Tintas, acrílicos, collages, frottages, lápices, gouaches, fotograbados, son algunos de esos procedimientos que, como los temas, van cobrando fuerza, desapareciendo y retornando en diferentes momentos, dando vida a una producción de una riqueza plástica y visual que difícilmente podría haberse logrado de otra manera.
Cabe mencionar la importancia que adquiere un formato particular, el libro de artista, mediante el cual Beatriz experimenta con la palabra, la secuencialidad, el tiempo de lectura y otras propiedades específicas de este singular medio de expresión. Un medio que se fundamenta en unas lógicas propias y que establece unos desafíos muy distintos a los de la espacialidad pictórica, exigiendo una planificación y un sentido del diseño que parecería ir a contracorriente de la espontaneidad y la indeterminación que caracteriza al resto de las obras. Sin embargo, no hay contradicción aquí, sino más bien un contrapunto. Libertad y control se manifiestan en los trabajos de Beatriz de la Rúa como en la vida: para recordarnos las posibilidades y los límites de nuestra existencia terrenal.

Aproximación al “método”
Uno de los procedimientos de trabajo preferidos por Beatriz de la Rúa es el automatismo, un método para generar obras artísticas que exploraron especialmente los surrealistas y luego los informalistas y los expresionistas abstractos norteamericanos. Consiste en manchar, improvisar líneas o poblar de pinceladas una superficie sin un plan previo, sin bocetos ni prescripciones formales, dando rienda suelta a la intuición, el sentimiento interior y la espontaneidad. Los surrealistas buscaban luego figuras fortuitas; los informalistas y expresionistas abstractos potenciaron los efectos de superficie y las configuraciones visuales que plasmaban un cierto sentido del caos o del azar.
Aprovechando la perspectiva histórica que la separa de esas producciones, la artista argentina bebe un poco en ambas soluciones y aporta su propia aproximación. La seduce el poder evocador de las formas, los planos y los contornos que surgen de esta operación, y lo modela de manera tal de convertirlo en un canal para el sentido y la emoción, pero sin traicionar la cuota de libertad que permite al observador encontrar sus propias sugerencias e interpretaciones. Sabemos que la libertad creadora absoluta no existe, que cualquier recurso al libre albedrío estará enmarcado en las creencias, los saberes y las percepciones que nos fueron inculcados como seres humanos de nuestro tiempo. Pero la ausencia de libertad absoluta tampoco existe cuando se bucea en las profundidades de la indeterminación. Y cuando se la convoca, es tarea del arte modularla, explorarla, encauzarla. Los trabajos de Beatriz ensayan este camino recuperando para la experiencia estética ese acercamiento titubeante a la libertad.
En un estudio sobre la obra de Jackson Pollock, la teórica norteamericana Rosalind Krauss señala las transformaciones visuales y conceptuales que se derivan de dos momentos diferentes del trabajo del artista. Como sabemos, Pollock realizaba sus pinturas colocando las telas sobre el piso y avanzando con su cuerpo sobre ellas; luego, las presentaba embastadas y colgadas sobre una pared. Según Krauss, en la primera etapa, cuando la tela se ubica de forma horizontal y el cuerpo se encuentra más próximo a ella, el artista se involucra de manera motriz y sensorial, activa músculos y articulaciones, se mancha, se impregna de las emanaciones de los materiales, de sus olores, de sus influjos cromáticos, y no posee un sentido de la totalidad; su implicación es ante todo emocional. Luego, cuando la tela se embasta y se ubica de forma vertical, el ojo adquiere preponderancia; se pierde ese contacto íntimo con los materiales y comienzan a dominar las formas, los campos cromáticos, la composición. Es el momento del raciocinio, de la mirada analítica y del triunfo de la totalidad sobre la visión parcial.
Muchas de las obras de Beatriz de la Rúa han pasado por estos dos momentos. Con frecuencia la artista trabaja sobre una mesa. Desde la escasa perspectiva que le brinda estar tan cerca de la superficie sobre la que está actuando, es muy fácil perderse en los trazos, los planos matéricos, los campos de color, las manchas. Es el momento para amplificar las emociones a flor de piel, dejarse llevar por los movimientos imprecisos de la mano, propiciar los accidentes, andar a tientas, confiar en los poderes de lo impredecible, que siempre recompensa con una cuota de asombro y algún descubrimiento inesperado. Esto no significa abandonar la creación a la pura improvisación; por el contrario, esto es un método. Si no se lo sabe implementar, no ofrecerá ningún resultado convincente. Hace falta un estado espiritual y emocional preciso para llevarlo a cabo; este es un punto de partida que de la Rúa conoce muy bien y que se percibe de inmediato en cada uno de sus trabajos.

En una segunda etapa, el ojo y la mente organizan los dictados del espíritu. Se revelan las formas, aparecen figuras donde antes solo había líneas o manchas, se reconocen patrones y ritmos, la imaginación les pone nombres a los hallazgos o plantea nuevos senderos a explorar. La primera etapa se complementa en otra en la cual comienza a actuar la voluntad de forma y sentido. A veces, la mano de la artista completa, retoca, agrega elementos que considera necesarios, transforma algunas imágenes en otras, compone, equilibra. El automatismo es un punto de partida, pero no siempre es también el punto de llegada. Incluso si el resultado de la espontaneidad se demuestra formalmente interesante, en la colocación de un título hay una intervención no menor que transfigura el proceso creativo en el acto de instauración que da vida a una obra artística en todo su derecho.

Claro que no todas las obras de Beatriz de la Rúa surgen de la misma manera. Algunas delatan bocetos previos o intenciones específicas de arribar a un resultado concreto. La pulsión figurativa es evidente en ciertas tintas y piezas gráficas donde la línea es protagonista. En Raíces profundas (1999) aparece el motivo del árbol sujetado y de las raíces que conquistan su lugar en la tierra, que reaparecerá varias veces con posterioridad. La vegetación estalla en el tríptico Árbol, intermediario verde (2008), en el cual una profusión de troncos, ramas y hojas dan vida a bosques paradisíacos interminables. La instalación ADN (2011) está conformada por papeles pequeños cubiertos con tramas gráficas y dispuestos en posiciones rítmicas precisas. Los libros de artista, con sus diseños editoriales, páginas regulares, imágenes sincronizadas y líneas de textos requieren, desde ya, una planificación diferente al desafío de la tela en blanco. Todas estas facetas conviven en un equilibrio dinámico en la producción de Beatriz de la Rúa. Quizás sea este el más elaborado de sus métodos: el haber logrado un balance armónico entre emoción y raciocinio, sensibilidad y concepto, mano y mente.

Aventuras de la mancha
“La mancha es un ser de contornos imprecisos que se derrama y deja halos, filamentos y aureolas para evocar mundos acuáticos y polvorientos, plenos de sombras e historias”. Con estas palabras, que prologan el catálogo de la exposición Piedra libro (2006), el artista Horacio Zabala pone en evidencia las múltiples posibilidades plásticas y conceptuales de un elemento clave que acompaña la producción artística de Beatriz de la Rúa desde sus inicios.

La mancha es protagonista indiscutible en los trabajos realizados con tintas, pero se puede encontrar también en acrílicos y óleos, e incluso, camuflada, en collages y frottages. No obstante, no siempre aparece de la misma manera. En obras tempranas, como la serie de las cavernas (1987), se presenta principalmente como superficie cromática, generando territorios y atmósferas multicolores con vibración propia. En la serie Mundos oníricos (1987), la preponderancia de la línea relega la mancha a los fondos, que, al ser papeles, se impregnan de los derrames líquidos traduciéndolos en planos de diferentes intensidades de color, más bien bajos, pero siempre omnipresentes. Esas intensidades pueden ser narrativas e incluso dramáticas; pueden evocar extensiones acuosas, paisajes o, quizás, climas siniestros o misteriosos.
Alga, primer elemento (2002) es una interesante obra en la cual la mancha domina la composición, debatiéndose entre la construcción de un paisaje y la pura abstracción. La reducción a dos colores –el amarillo y el negro– promueve una confrontación visual que ensalza ritmos y agitaciones ópticas. Esto último se potencia en la serie Hilos de agua (2002), que pareciera transmitir las dinámicas de masas acuosas empujadas por las corrientes. Esta exaltación del agua como flujo incesante convoca un significante que será central en toda la obra posterior de Beatriz: la perpetua movilidad de la vida.

En piezas como Agua ardiente (2005), la tinta actúa como la acuarela, estableciendo planos y zonas cromáticas que construyen espacialidad. Aquí la mancha se propone como una cómplice de la representación, ayuda a destacar e identificar figuras a partir de una trama visualmente compleja. Lo mismo sucede en un conjunto de obras que se centran en multitudes humanas, como Desatados (2004) o Espectadores desconcertados (2005), compuestas por una maraña de rostros frontales que observan atentamente al espectador. Las caras cobran mayor o menor identidad a partir de la intervención de líneas que abocetan cabelleras, narices y ojos, pero, sobre todo, gracias a un trabajo cromático basado en manchas que va acentuando y jerarquizando los rasgos humanos, extrayéndolos de una suerte de jungla gráfica que pareciera tenerlos atrapados.

Las relaciones entre mancha y línea son objeto de laboriosas investigaciones. Hay tintas en las cuales las diferencias entre una y otra son sutiles, como en Detrás de la pasión (2003), Refugio (2005) o la serie Sin título (2015), realizadas mediante pinceladas rápidas y aguadas que reúnen veladuras, absorciones y accidentes, al punto de desestimar cualquier intento de separar ambos procedimientos. En otras obras hay una voluntad clara de explotar al máximo las interacciones entre ellos. En Reserva de vida (2006), por ejemplo, una imponente mancha en rosa y gris es el escenario para un paisaje incierto pero que solo existe dentro de ella; afuera se extiende el vacío de la hoja en blanco. En la serie Lugares escondidos (2006), la tinta se esparce erigiendo formas que podrían ser montañas o acantilados; en su interior evolucionan algunas líneas abigarradas que sugieren algún tipo de construcción, tal vez humana o tal vez natural. En las obras de la misma serie de 2015 estos agregados lineales ya no existen: las extensiones de tinta producen formas de vocación arquitectónica que terminan de consolidarse como tales debido a la insinuación de su título. En algunas de las piezas Sin título (2015) mencionadas antes, halos de tinta derramada crean una atmósfera lúgubre para un remolino de líneas materializadas en pastel graso.

Pero la mancha no siempre necesita de compañía. Con una buena dosis de maestría, Beatriz de la Rúa logra que algunas de ellas cimenten una representación o connoten imágenes, sentidos o emociones específicas. Es el caso de Mujer lobo (2006), Sintetizando (2006), Verano (2013), Tesoro marino (2015) y la mayoría de las tintas del libro de artista Vibrar en lo sutil (2019), entre tantas otras obras. Aquí, la propuesta apunta a perderse en los derrames incontenibles, en las aureolas atornasoladas, en las reacciones del soporte al material diluido, en las formas incomprensibles, en los designios del azar y en los hallazgos rápidamente asumidos como valores compositivos. Son trabajos que resultan de la experimentación, de la prueba y el error, del ensayo permanente, adoptados como los ejes de una propuesta estética que relativiza la importancia de las formas aprendidas y se aventura en la búsqueda de otros horizontes.

En esta línea experimental se podrían ubicar también un conjunto de collages en los cuales la mancha adquiere una dimensión matérica. Sería el caso, específicamente, de obras como Agujero cósmico IV (2006) y la serie Bolsas de piedras (2006), en las cuales una superficie arrugada ocupa el centro de la composición a la manera de un spot que conmueve el plano que lo contiene. Este proceder, que trae reminiscencias del período de los monstruos y las anamorfosis de Jorge de la Vega, o de prácticas informalistas como las de Jean Dubuffet, se destaca aquí por su extrema síntesis y sencillez. No encontramos en estas obras los problemas plásticos del artista argentino ni el gesto trágico del francés, sino más bien una apuesta a la sensibilidad de unos pliegues arrancados a la superficie pictórica, que buscan activar esa sinestesia mediante la cual el tacto avanza sobre nuestros ojos a través de la rugosidad de una textura a flor de piel.

Las producciones más recientes de Beatriz de la Rúa llevan el tratamiento de las manchas hasta límites poco frecuentes. Podría decirse que en ellas la artista “pinta” con manchas, cumpliendo con todos los requerimientos de la representación y la composición. En Rocas en el agua (2012), por ejemplo, consigue unos efectos de vibración y profundidad asombrosos. El trabajo con tintas aguadas y veladuras contribuye en gran medida a estos efectos, aunque también aparecen en obras realizadas con acrílico, como Virtudes del alma (2018) o Tesoro marino (2015). Claramente, la práctica acumulada con los años le permite abordar sin mayores riesgos unas complejas combinaciones de figuración y abstracción que juegan con los márgenes de una y otra. Lo vemos en Caverna submarina (2012), Ventana al glaciar (2013) o Jardín tropical (2015), por solo mencionar algunas obras.

En estos últimos años ha habido también una transformación de la paleta que imprime a los trabajos un carácter exaltado. Se trata de una cromaticidad mucho más luminosa, incluso más contemporánea, en la medida en que recuerda los tonos saturados y vibrantes que encontramos en las imágenes digitales. Si la serie Mundos oníricos (1987) estaba modulada sobre variaciones de tonalidades ocres, las obras recientes ponen el énfasis en los colores primarios y secundarios con un alto grado de saturación. La serie Cavernas (2015) es quizás la más representativa de esta tendencia, aunque se puede apreciar en el conjunto de las producciones actuales.

Evocar y narrar
Los procedimientos, técnicas, imágenes y abordajes que caracterizan las creaciones de Beatriz de la Rúa no son, desde ya, aleatorios. Responden a sus necesidades expresivas, son el resultado de una pesquisa orientada por objetivos estéticos precisos, ajustados y refinados a lo largo de los años. Esta investigación no se limita exclusivamente al hacer, sino también al decir. Como en las obras de todos los artistas, hay en las de Beatriz una pulsión comunicativa, la búsqueda de un encuentro sensible con el espectador, la posibilidad de un diálogo, la puesta en acto de unas emociones y unos afectos que requieren de un eco empático en el observador.

El “decir” de Beatriz de la Rúa pasa en gran medida a través de una perspectiva espiritual y filosófica de la vida. En sus libros de artista son frecuentes las citas orientales, las referencias a la existencia, el vacío, el alma, la eternidad. Los títulos de las obras son otras fuentes de pistas que orientan en este sentido. Las recurrentes imágenes de la naturaleza no surgen de un interés específico por el paisaje, sino que apuntan a lo que en ella hay de vital, de renovación permanente, de trascendencia. Para plasmar estas ideas, la representación tradicional no siempre es adecuada. Hay que poder también sugerir, revelar, evocar.
Para el crítico Julio Sánchez, “en las obras de Beatriz de la Rúa se conjugan dos visiones complementarias: la oriental, con la impronta del gesto entendido como producto de una fuerza sutil que atraviesa al artista como canal, y la occidental, con una tendencia a generar figuras y narración”. Esta aproximación dual pasa por diferentes momentos e inflexiones a lo largo de los años, pero podría decirse que es una suerte de constante subyacente. El gesto, la expresión, la intuición, la energía plástica conviven con un imaginario natural desbordante, con atmósferas sugerentes, con universos poéticos expansivos plenos de detalles y agudezas que promueven el placer, la vitalidad y el deseo.

Estas visiones y sentimientos dan lugar a narrativas insistentes que no son sino traducciones visuales de las ideas y los anhelos de la artista. Los primeros trabajos son más bien terrenales. Están poblados por árboles, animales y figuras de reminiscencias humanas, aunque casi nunca se presentan como tales. Hacia el 2000, el agua introduce espacios más fluidos y dinámicos. Como contrapunto a la dimensión siempre renovada de las corrientes acuosas, la aparición de la piedra dirige la atención hacia una materialidad que trasciende las edades del mundo, atesorando energías encapsuladas. En 2011, la serie ADN surge como una pregunta por el ser, por las tramas que configuran el universo, por las unidades mínimas, moleculares, que podrían interpelar aquello que somos.

Las obras recientes retoman el imaginario natural, pero desde un punto de vista renovado. El cromatismo exaltado, las paletas cálidas, la espacialidad expansiva que funciona como escenario de formas flotantes denotan un estado de elevación espiritual diferente. Hay una apelación constante a lo cósmico, tanto en las imágenes como en los títulos: Planetas en explosión (2014), Jardín cósmico (2015), Soles originarios (2013). Las obras hacen referencia también a sueños mágicos, deseos escondidos, espíritus viajeros, mapas de la conciencia, virtudes del alma. Todo esto pone de manifiesto que, más allá de las experimentaciones plásticas, existe una cosmovisión que busca plasmarse y revelarse en cada criatura artística.

Un caso particular de esta configuración narrativa se encuentra en los numerosos libros de artista que Beatriz de la Rúa realiza a la par de sus pinturas. La lógica estructural de estas ediciones, aun cuando no respondan al formato del libro tradicional, introduce parámetros de lectura que no condicen con los habituales de la composición plástica. Aquí hay una secuencialidad de elementos que se despliegan en tiempos y espacios diferentes, instancias de principio y fin, interacciones con textos escritos, texturas materiales que se pueden palpar, la recomendación para que el lector active las variaciones del objeto –aunque tan solo sea dando vueltas las páginas– y una proximidad e intimidad que promueven una experiencia muy distinta a la de observar una obra visual a la distancia.

Naturalmente, los libros de artista no se apartan de los intereses, los imaginarios y las obsesiones que dan vida al resto de sus obras. Solo los vehiculan en formas singulares. Recorrido de vacíos acumulados (2004) es un cuaderno de tapas manchadas, habitado por dibujos de animales y plantas, con algunas hojas recortadas y textos manuscritos pertenecientes a María Shaw. “Al cerrar hoy nuestros ojos superficiales a la luz del día –se lee en una de sus páginas pintadas de azul– decimos sí a la eternidad. Vamos dejando atrás todo nuestro pasado y ya no queda más pasado sino olvido”.

El año 2006 es una temporada prolífica para este tipo de realizaciones. Moleskine (2006) se apropia del formato de las famosas agendas italianas para cobijar un extenso papel desplegable colmado por una sucesión de trazos de tinta. Hilo de línea (2007) adopta la configuración de una caja de cartón que contiene tintas sobre papel; tras la última, aparece la curiosa frase “Con papel no se envuelve el fuego”. Sin embargo, Piedra caja (2006) es, sin dudas, la más compleja de este tipo de obras. Se trata de una caja de acrílico compartimentada que contiene piedras reales y artificiales, fotografías y un par de libros minuciosamente trabajados con líneas y manchas; una versión multidimensional de algunos de los tópicos comunes de esos años.
Esta agua es fuego (2017) consiste en una caja de cartón con cinco cuadernillos intervenidos con diferentes tramas gráficas. Su punto de partida es el poema 12 del Tao Te Ching, que, en su carácter enigmático, su remisión a los sentidos y su reflexión sobre las oscilaciones entre el mundo interior y el exterior, encarna a la perfección muchas de las meditaciones visuales e intelectuales que atrapan a la artista.

Los colores ciegan el ojo.
Los sonidos ensordecen el oído.
Los sabores nublan el gusto.
Los pensamientos debilitan la mente.
Los deseos marchitan el corazón.

El maestro observa el mundo
pero confía en su visión interior.
Permite que las cosas vengan y vayan.
Su corazón permanece tan abierto como el cielo.

Lao Tzu

Vibrar en lo sutil (2019) es el libro de artista más reciente de Beatriz de la Rúa. Está conformado por una caja de cartón neutro, en cuyo interior se atesoran manchas realizadas en tonalidades intensas sobre un papel translúcido, que se transfieren hacia otro papel de mayor gramaje ubicado por debajo de ellas. El efecto de duplicación espectral es desconcertante, pero no tanto, quizás, como las palabras de Christa Wolf que lo acompañan: “Lo último será una imagen, no una palabra. Las palabras mueren antes que las imágenes”.

Carla Rey

El hilo, las manchas, el color y el símbolo

2020

Como una red, recubre el universo entero.
Y aunque sus mallas son muy amplias.
Nada hay que se les escape.
Tao Te Ching, Lao Tzu

Beatriz de la Rúa a lo largo de su hacer artístico pone en juego a la mancha de tinta como una protagonista. Ella es el génesis de donde todo fluye. El encuentro mágico de las tintas con las telas y papeles produce que las formas avancen y que muchas veces transmuten en libros de artista y en objetos.
Cada trazo simboliza conceptos profundos que fueron investigados y escritos por la artista en miles de cuadernos que acumula sobre el escritorio. La obra precede el instante, presiente lo imaginado, llegando como un haz de luz para darle sentido a todo.

Cada expresión es un texto en tensión, es una fuente inagotable e irrepetible de comunicación a través del arte. Frente a una obra de Beatriz sentimos que ella no se guardo nada, todo está allí, desde lo más profundo del ser, directo al soporte que espera la impronta y más allá, llegando al espectador a culminar el sentido de la obra. Solo la belleza y el goce modelan lo sentido y conducen la mano hasta lograr que la materia entre en contacto con la tela o el papel.
Se acumulan vacíos y gestualidades vitales; produciendo constelaciones únicas y propias. Abstracciones, hilos de tinta, signos, huellas.

Logra que las montañas se muevan y dejen lugar a miles de caras, entre ellas asoman los pájaros y también los árboles que crecen encadenados al suelo y elevándose al cielo yendo mucho más allá de los límites que nadie puede ponerle a la creatividad. Las piedras se vuelven libros, los papeles transmutan en oros, los grabados se vuelven pinturas y las tintas mixturas : Beatriz es artista y alquimista del arte.

El dibujo es vehemente y obsesivo el detalle conviviendo en una armonía entonada por el color y el tono.
Puede pasar de la pesadilla al paraíso, de lo oculto y desconocido a lo fuerte y definido, del silencio interno a la manifestación visual absoluta, del comienzo al fin en un instante.
De algo podemos estar seguros, el vital compromiso que tiene Beatriz con su obra le impone un ritmo cíclico tal como la naturaleza. Tiempo de gestación precede al tiempo de creación y así sucesivamente.
Cuando Beatriz está en silencio la inspiración llega y asi nace la idea en conexión directa con La Mancha.

La intensidad poética se derrama y se vuelve mancha, el ritual del pincel que se carga de tinta atraviesa todas las capas y vuelve a salir a la superficie dando un salto al vacío sabiendo que la hoja la espera para recibirla.

Y una vez más todo vuelve a empezar. Cómo las estaciones del año, las mareas, las fases de la luna… Beatriz en sintonía con lo natural vuelve a tomar sus pinceles y nos demuestra que el arte es vida que siempre se impone.

Carla Rey

Escuchar lo sutil

2019

« No se ve gente en este monte.
Sólo se oyen, lejos, voces.
La luz poniente entre las ramas.
El musgo la devuelve, verde. »

Wang Wei (魦维, 699-761 d.C.) – Traducción de Octavio Paz

La voz del silencio invade las obras de Beatriz de la Rúa. La calma que produce la contemplación de la naturaleza libera colores y grafismos de lo más profundo del ser. Lo más intimo en contacto con lo más éxtimo. Así nacen los bosques que crecen con energía en las pinturas donde sutilmente representan lo más profundo. Cada una de las obras es una mirada, un giro, un guiño que nos involucra como espectadores y en un instante nos sentimos parte del mismo.

El silencio no tiene un orden impuesto y deja paso a lo que pueda suceder. Es la posibilidad de escuchar lo sutil, lo que pasaría inadvertido si nos dejáramos invadir por el ruido. Beatriz nos invita al silencio, nos demuestra que allí esta la posibilidad de todo, inclusive y quizás la más importante : escucharnos. Escuchar con la mirada, mirar escuchando. La obra habla. Beatriz pinta y dibuja, pega y construye en calma. Todo puede ser en el vacío. El silencio inicial de la tela en blanco se rompe con la aparición repentina de texturas y trazos de tinta que brotan con energía creativa. Llega el momento del espectador: una artista comprometida sabe que las obras solo le pertenecen a la mirada del otro, quienes van a encontrar en ellas un mensaje que va a nutrir su propia historia.

Los bosques generan un clima, una sucesión de paisajes y tiempo. Recorrer estas obras es sentir, animarse a mirar, a escapar del ruido, encontrándose con uno mismo en el ejercicio de ser espectador / actor. Caminar atravesando los paisajes es ir hacia adentro develando nuestras capas una a una, reconociéndonos profundamente. Así descubrir que estamos llenos de colores, brotes, raíces, sentir que una luz vital ilumina nuestro camino. Alegres y plenos por el paseo interior nos abrazamos a la calma que hoy nos invade. Se llama calma, la disfruto, la respeto y no la quiero soltar… artista y espectador vislumbran la verdad en calma. Beatriz es un cuenco de agua calma del que brotan pinceladas fuertes con impronta segura. Y así nos encontramos siendo uno en la obra: artista y espectador en sutil silencio.

Carla Rey

Bosque no dominado

2016

Suele ser vista entre el viento y el cielo.
Armando el nido en una ola de furia.
Volando firme y cierta como una bala.

Presta sus alas a la tempestad
Y cuando rugen los leones en las grutas
Ella planea sobre el abismo y sigue

No busca la roca
La soga, el muelle,
Hace de la inseguridad su fuerza
Y se alimenta del riesgo de morir.

Por eso la veo como una imagen justa.
De quien vive y canta
En la tempestad.

Sophia Mello Breyner

Beatriz de la Rúa es la mujer artista que conocí hace más de diez años. Y con quien seguimos cruzándonos una y mil veces para seguir transitando este camino del arte y la vida. Ella mantiene intacta la luz en su mirada y su sonrisa cómplice, cuando Beatriz llega, el perfume que la caracteriza hace que uno pueda intuirla sin verla.

Una mujer poderosa que transita la vida utilizando los pinceles como extensiones del alma.
Recuerdo sus líneas negras que dibujaban árboles, grafismos, siluetas, inclusive algunas caras que nos miraban. Sus obras fueron ríos de tinta, palabras, hilos de piedra, luego la línea se difuminó en los hilos de agua en blanco y negro, y se convirtió en mancha sobre el papel. Beatriz de la Rúa pinta abierta a la vida tal como dice el proverbio chino:

« No hay que limitar la vida.
Hay que trabajar como ella. »

Como una flor que se muestra en su esplendor hoy las pinturas plenas de colores vivaces y certeros son la impronta, un indicio, una huella, que nada puede borrar. Aparece la gráfica en la obra pictórica. La artista se imprime como única matriz, sobre la tela. Luego aparecen las veladuras y así los colores constelan sobre los lienzos. La serie Jardín cósmico comienza en una mancha impresa y a partir de ese instante las sucesivas capas de pintura dejan ver parte de este inicio que concluyen con pinceladas que iluminan este cielo en la tierra.

Velos, capas, marcas, huellas, tintas, plumas, pinceles y agua hasta llegar a estos pájaros
y flores que anidan en universos azules. La gran imagen no tiene forma dice el Tao. El color tierra es la base de todas las composiciones, así como la tierra es la gran madre que nos nutre y nos alberga.

Esta mujer bella de ojos vivaces nos demuestra que solo cuando uno se para firmemente sobre la tierra puede tocar el cielo. Como esos árboles que ella dibujaba, como esos bosques que hoy son ella misma. Todo es perfecto. El hilo conductor que recorre la vida de Beatriz es el mismo que atraviesa su obra.

Esta muestra nace cuando la galerista ve una obra que se llama Bosque no dominado. El mejor ejemplo para decir que la naturaleza que la habita es libre y tiene sus propias reglas.

En esta exposición las obras nos invitan a recorrer cavernas que enmarcan situaciones en su interior. Hoy el tsunami pasó y Beatriz está parada, enraizada, y sus ramas de mil colores tocan el cielo.

Martha Zuik

El placer en el trabajo

2014

Beatriz de la Rúa es una artista noble,
íntegra, que está comprometida con su obra.
Sus pinturas de grandes dimensiones y colores
tienen la huella de sus trabajos anteriores,
sus ricos grafismos.

Cada una de ellas nos cuenta una anécdota
elaborada a medida que la obra va creciendo.
Los colores puestos con ímpetu nos transmiten
su amplia sonrisa y nos hace saber del placer
que ha sentido al trabajar.

¡ Le auguro muchos éxitos !

Julio Sánchez

2014

Las últimas obras de Beatriz de la Rúa señalan una ferviente vocación por el color. A aquellas obras mesuradas en blanco y negro, a aquellas tintas de aspecto oriental que la artista supo crear años atrás, le siguen estas telas generosas en tamaño y paleta. El método creativo de Beatriz puede parangonarse con el hacer/pensar; ella necesita estar trabajando en el taller, disfruta inclinarse sobre la tela con sus pinceles y potes de pintura para ir generando sus pensamientos a medida que avanza en la consumación de cada obra. En este sentido podemos afirmar que artista y obra son de temperamento sanguíneo; es decir, vivaz, feliz, una persona receptiva que puede transformar sus emociones en impresiones, que puede fascinar cuando narra, de modo afable y amistoso.

Estas pinturas son algo semejante al volcán que derrama su lava casi sin contención. La paleta centellea intensamente sin temor de integrar colores fríos y cálidos, mientras que en la topografía de la tela aparecen grafismos escondidos o explícitos, como así también transparencias y opacidades. En toda esta estructura cromática suelen asomarse escenas vinculadas con la Naturaleza. Si ejercitamos aquella propuesta de Leonardo da Vinci de observar la mancha de humedad de la pared o en las nubes del cielo para detectar formas comprobamos guiños a la figuración. Esto está reforzado por la misma actitud de nuestra artista que bautiza a sus cuadros con títulos muy orientadores, recordemos que Marcel Duchamp decía que el título era la parte más importante de una obra. La palabra “bosque” aparece una y otra vez, adjetivada de diversas maneras: confinado, no dominado, de fuego, escondido, impenetrable, y templado, entre otras. Que las obras remitan a esta geografía de árboles no es un dato menor. El bosque sigue fascinando al hombre moderno como tal lo hizo con el medieval. En aquellos tiempos ese era un lugar sagrado donde residía el misterio y lo maravilloso, era el punto de convergencia de los gnomos y las hadas, como así también de los hombres lobo, las brujas y los ogros. Era un lugar de atracción y miedo, allí sucedían los aquelarres y más tarde con el cristianismo llegaron los monjes solitarios que se retiraban a orar. Se escondían los santos y los bandidos, los pájaros y los osos, en la frondosidad del bosque se escuchaban sonidos raros y desconocidos, como el tintineo de Dios y del diablo. Ese sentido de lo encriptado y oculto aparece en pinturas como Ramas peligrosas, Donde el mundo no entra y Santuario natural. Antes de que se convierta en un “recurso natural” que había que preservar con fines utilitarios, el árbol-mercancía era árbol-divinidad, era el axis mundi que unía el cielo con la tierra. Justamente ésta es una de las piedras angulares de estas pinturas, sin ser narrativas ni explícitas ellas hablan de una armonía entre individuo y universo, podríamos seguir citando títulos como Soles originarios, Red estelar, Rocas en el agua, Fuego graficado o hasta incluso Caramelos, todos hablan de una naturaleza dichosa, de un río que fluye y no se detiene, de un paisaje vibrante e inquieto. Beatriz encarna al artista mediador que como el árbol puede unir el cielo con la tierra, una tarea tan llena de obstáculos como de gratificaciones. Más que una tarea, un camino que requiere de trabajos y sacrificios -en el sentido etimológico de esta palabra, es decir: hacer sacro-; un sendero que implica varios pasos que alguna vez los hermanos alquimistas plantearon con lujo de detalles y oscuros símbolos y que se puede resumir en tres etapas, la búsqueda de la armonía consigo mismo, con los seres que nos rodean y con el cosmos que nos contiene. Pedes in terra ad sidera visus (con los pies en la tierra, mirando las estrellas) dice el proverbio latino que Beatriz pareciera respetar en su pintura, hay una cierta necesidad de penetrar en los enigmas de la naturaleza para poder comprender los misterios del universo. El conjunto de estas obras es vital como aquella danza de Henri Matisse; el dinamismo de las formas, la felicidad del color y los miles de guiños al espectador conforman una ronda que gira alrededor del misterio de la vida.

Julio Sánchez

Identidad
Vacíos/ Intervalos

2011

En la tradición bíblica hebrea el término ruach designa al aliento vital, al aire que cualquier ser vivo respira y que es el mismo aliento divino que insufló vida al hombre en el momento vertiginoso de la creación. El término se asemeja al prana del hinduismo, al pneuma de los griegos y al alma de los cristianos. Ese aliento circula por los seres vivos y de alguna forma es una red infinita, invisible, indetectable que aglutina todo el universo viviente ahora y desde siempre. No fue la intención de Beatriz de la Rúa ilustrar este concepto ni mucho menos. Pero es difícil no evocar la idea del alma en su último trabajo. Desde hace tiempo, ella ha rehusado a la figuración o a la narración pictórica, en cambio ha elegido un forma de expresión más sutil y metafórica, el grafismo detallado y el módulo que se repite. En cada cuadrado de papel dibuja diferentes estructuras y cada una es sutilmente diferente: un alambrado con nudos, espirales, columnas unidas por ganchos, mares tormentosos, ojos de huracán, zig-zags, columnas apretadas por anillos, ruedas de ocho radios (que recuerdan la forma de representar el camino de lo ocho senderos predicado por Buda), una espesura de rulos y hasta los azulejos rotos de una obra de Gaudí. Ninguna de estas descripciones son las propuestas intencionadas de la artista, pero pretendo demostrar el alto poder evocador que tiene cada una de ellas. No puedo dejar de pensar que cada dibujo es una forma de existencia de un ser viviente. ¿Cómo se disponen estos grafismos? En hileras, una al lado del otro, pero con intervalos de vacíos; como si el alma encarnara en forma de columna (me imagino un ser estable y medido) o de remolino (un ser movedizo e incansable) o de lo que sea; como si el alma necesitara un intervalo de tiempo (sin tiempo) de descanso e inmanencia. El detalle minucioso y concentrado, la repetición de los módulos hace pensar que el quehacer de Beatriz de la Rúa es una forma de mantra dibujado, y como tal un salto de conciencia que le permite trascender las barreras de la razón. La obra parece representar lo que no se puede representar, “de lo que no se puede hablar, mejor es callar”, decía atinadamente el filósofo Ludwig Wittgenstein. De ahí que nuestra artista haya elegido un medio certero y ambiguo a la vez, una mapa de la existencia que puede ser, o simplemente no ser.

Julio Sánchez

2009

Las líneas se abren como la raíz de un árbol imposible. Algunas reveladas, otras escondidas; algunas poderosas, otras condescendientes. El trazo se hace ondulante y parece filtrarse por los escondites que él mismo crea y conforma. Las líneas son como el agua que atraviesa las rocas del arroyo, nada las detiene, pasan por arriba o por el costado de un obstáculo inexistente. Frente a estas obras de Beatriz de la Rúa no se puede dejar de evocar el poema 78 del Tao Te King:

Nada hay en el mundo
más débil y blando que el agua
pero para atacar lo duro y fuerte
nada la supera
ni puede rivalizar con ella (…)

También es difícil no relacionar sus tintas con la pintura china taoísta. La obra de los artistas de oriente buscaban la consonancia con las mutaciones constantes del universo, de las personas y las situaciones. No por nada han preferido la tinta, un medio acuoso que fluye, análogo a las corrientes de aire y de agua que existen per se, independientes de la forma. Tanto en las obras de Beatriz como en el arte chino se pueden observar líneas como venas o hilos de una madeja que se arremolinan como el humo, no como mera abstracción sino como una clara y objetiva representación de los senderos de la energía sutil (chi o ki) que atraviesan el tiempo y el espacio.

La producción artística de Beatriz también se nutre de la tradición occidental, del mundo visible de los sentidos. Entre aquellas líneas danzantes emergen – como en las manchas de humedad del muro, como en las nubes que pasean por el cielo– figuras reconocibles. Si bien el repertorio no es estricto, hay una preferencia amable hacia los rostros. Narices bien definidas que se unen al entrecejo, párpados ovillados dejan escapar un hilo que atraviesa el rostro y llega a la boca para volver a enredarse; las cabelleras de las muchachas se confunden con las líneas ambiguas de la composición, ¿o son esas líneas las que generan la cabellera? las obras de Beatriz logran una conexión armónica entre el mundo de los sentidos (la figuración, sea humana o no) y una dimensión sutil.

En otro grupo de obras también trabajadas con tinta, la línea sigue presente, pero la mancha es más dominante. La imagen es despojada, sin ornamentos ni meandros, en coincidencia con la austeridad zen, con el desapego y el no deseo. En casi toda esta serie hay un lugar ocupado por la nada, no entendida como carencia, sino como no-forma, no-cosa, no-ser; como una universo en potencia. En el arte del Tao el vacío es el elemento primordial, es el comienzo para pintar libremente y poder coordinar mente y mano. Pero es algo más, y mucho mejor lo describe Lao Tse en el poema 16 del Tao Te King:

Consigue el vacío supremo
Y conservarás la paz perfecta.
Todas las cosas que aparecen
Sobre la escena del mundo
Retornan finalmente al vacío y la paz (…)

En las obras de Beatriz se conjugan dos visiones complementarias, la oriental, con la impronta del gesto entendido como producto de una fuerza sutil que atraviesa al artista como canal, y la occidental, con una tendencia a generar figura y narración. En la producción de nuestra artista hay un tránsito pendular entre la representación de una energía inefable y de la materia y, sobretodo, se establece una canal de comunicación entre dos mundos internos que nos abren paso a un universo armónico.

Juan C. Romero

2007

El hilo esta dibujado en mayoría de las formas de la vida del universo conocido ya que hasta la Vía Láctea esta construida en nuestra mirada como eso que es: un hilo.
Y qué decir del hilo conductor que casi siempre nos lleva al lugar elegido o al lugar a donde no se debería haber llegado nunca.

También el hilo conductor esta presente en la obra de arte y a lo largo de esta historia de representaciones y abstracciones, aún en los pueblos más antiguos el hilo representaba imágenes de carácter simbólico que heredamos y de las cuales nos hemos hecho responsables.

Beatriz de la Rúa sigue en esa inquietante dirección y de una sutíl y compleja trama de hilos, líneas y manchas nos hace ver casi todos los mundos posibles reconocibles y hasta inexistentes, que son el resultado de una mano artística que nos conduce por lugares que quisiéramos conocer alguna vez: árboles, piedras, montañas, ríos, rostros y una larga lista de presencias o ausencias que quieren escapar del laberinto.

Entrar en los trabajos de Beatriz es como entrar en el espejo de Alicia y saber que del otro lado esta todo o nada. Solo habrá que dejarse llevar por la artista en su viaje a través de un humilde hilo.

Horacio Zabala

Materiales al borde del caos

2006

Si rompemos una piedra y los fragmentos de esta piedra, los trozos que obtendremos serán aún trozos de piedra. Lo real se presta a una exploración infinita, es inagotable.
Maurice Merleau-Ponty

Abordamos las producciones artísticas contemporáneas bajo diferentes aspectos, equivalentes e interdependientes, como la forma, el color, el concepto, la tecnología, la materia. Esta última es, para algunos artistas contemporáneos, la que presenta la forma y la que traduce la idea. Ellos piensan y sienten la materia no solamente como una substancia rígida que soporta y estructura la imagen, sino también como una energía con su propio significado. La concepción y práctica de estos artistas permite que en sus obras se crucen y convivan polos contrarios y complementarios: uno, es la materialidad visible y pesada (en el sentido fuerte y arcaico) y otro, la inmaterialidad invisible y eterea que aparece en los procesos de sublimación.

En sus obras recientes, Beatriz de la Rúa privilegia dos materiales que el hombre manipula desde tiempos remotos, el papel y la piedra. Dada la sensibilidad de la artista a las respectivas cualidades, las trabaja con la misma intensidad poética pero con diferentes medios e intenciónes expresivas. Al encarar su producción artística desde el ángulo de los materiales, ella realza los procesos físicos, químicos y técnicos, los accidentes, automatismos y huellas que engendran su obra. Ella exhibe los resultados de las vicisitudes por las que pasa, por ejemplo, el papel de arroz sometido a la acción de la tinta china, de la humedad, de la evaporación y del tiempo.

La mancha es un ser de contornos imprecisos que se derrama y deja halos, filamentos y aureolas que evocan mundos acuáticos y polvorientos, plenos de sombras e historias. En las tintas y aguadas sobre papel de su serie denominada hilos de agua, las sedosas manchas negras y las diáfanas líneas grises hacen reverberar el papel, exhiben su rugosidad y opacidad, su porosidad y su resistencia. Su superficie blanca no es un simple receptáculo ni un soporte plano de los líquidos que lo recorren, percuden y contaminan, sino que el papel mismo utiliza las tintas y el agua para mostrarse en su realidad de papel. Estas obras exigen ser contempladas, alternativamente de cerca y de lejos con atención, paciencia y lentitud. De cerca, encontraremos una infinidad de pequeñas percepciones, detalles, tonalidades, texturas y movimientos: el efecto es táctil-óptico. Vistas a distancia, el caos se ordena, aparece el conjunto y se recupera la forma global: el efecto pasa a ser exclusivamente óptico.

Desde 1987 Beatriz de la Rúa incorpora piedras en sus obras, y desde 1996 las recoje específicamente en Mexico y Brasil: ellas constituyen la Serie de piedras encontradas y la Serie de lugares encontrados. Se trata de ágatas azules y verdes, cuarzos blancos, amatistas y otras piedras duras. Su intención no es clasificarlas para armar una colección. Ellas son la materia prima de nuevos trabajos, que están en pleno desarrollo.

En una de estas series, la obra es la piedra misma, sin alteración alguna por parte de la artista, salvo informaciones escritas y gráficas sobre su procedencia y características. Es necesario aclarar que su elección no es arbitraria: fué mirada por sus ojos, acariciada y sopesada por sus manos, fué “ensayada y probada” una y otra vez (así como no hay equivalencias entre las plantas, tampoco las hay entre las piedras). La elección de un cristal de roca de determinada forma y dimensión, transparencia y peso es una experiencia sensible y también una acción creativa en un peculiar e intransferible “aquí y ahora”. Las piedras no sólo son elegidas por su corteza rugosa o sus bandas traslúcidas, por sus venas concéntricas o su brillo de porcelana, por sus ilusiones ópticas o sus reflejos geométricos, sino porque constituyen una operación estética proyectada en el contexto del arte.

En otra serie de trabajos, la artista proyecta e interviene la piedra a través de un artesano que la secciona en dos partes: el resultado es, por ejemplo, una hidrolita partida de tal manera que deja ver su interior. Esto es, sus heladas capas sucesivas, sus contracciones paralizadas, su barro cristalizado y atormentado, su oscura cavidad central, sus fragmentos cortantes, su magma confuso y caótico. La luz del día entra en la piedra fraccionada, fuerza y descubre su intimidad pero no su misterio.

Actualmente la artista lleva a cabo procesos digitalizados que registran e integran imágenes fotográficas de piedras con imágenes de sus dibujos sobre papel. Esta “alquimia” hace aparecer superposiciones de los grises plomizos de tinta aguada y las duras vetas de la piedra, las refulgencias del papel y la densidad de la piedra. Estos hibridos in progress nos recuerdan las siluetas figurativas de las nubes: evocamos formas larvales, ruinas indecisas, huellas de alfabetos, fantasmas fugitivos, concentraciones de signos indescifrables y constelaciones tenebrosas permeables a la luz. Ante estas obras sabemos o imaginamos que nuestras evocaciones son variaciones sin lógica y sin fin, juegos de oposiciones y contrastes entre la transparencia y la opacidad. En definitiva, es el medium tecnológico óptico-químico-electrónico, que ilumina y reconcilia dos materiales de distinto origen, el papel y la piedra.

Suele ocurrir que en el grandes ciclos de la naturaleza aparezcan correspondencias cromáticas, táctiles, dimensionales y formales entre el reino vegetal y el mineral. Con sus obras, Beatriz de la Rúa afirma que no hay reinos amorfos ni pasivos, neutros ni ciegos. Sugiere otras correspondencias entre la materia y la forma, otros vaivenes entre lo imaginario y lo real, otros vínculos entre visible y lo invisible, otras simetrías entre la levedad del papel entintado y la pesantez de la piedra pulida.

Juan Carlos Romero

2005

El dibujo esta presente en todas las huellas de la vida y se hace visible desde el andar de los insectos en la tierra hasta en la estela que deja el fugaz meteorito en el cielo.
Así es como premonitorios dibujos nos señalan el destino a partir de las huellas en la palma de la mano. Huellas que se cruzan en todas direcciones como las marcas efímeras de la arena en el desierto.

Frente a un dibujo de B. R. se tiene la sensación de estar frente a cientos de esas huellas que revelan construcciones que llegan de lugares remotos y quieren, en forma desesperada comunicarse. Con un mensaje hermético, pero a su vez de una intensa poesía, propone al espectador la traducción de los más complejos y misteriosos textos.

Como dicen los maestros japoneses del sumi e todo está en dibujar con el máximo de simplicidad y perfección en una sola pincelada. Un mundo monocromo basado en el color negro. Allí se forman las abstracciones, manchas, barras, redes, explosiones y signos que conforman un universo, que al decir de Henri Michaux “es resultado de un movimiento que proviene de mi propio movimiento”.

Es inevitable revisar la historia del arte para encontrar las coincidencias estéticas que reflejan en su obra los artistas zen, el alemán Wols y el propio Henri Michaux que junto a Eduardo Stupia acuden a lo que se podría llamar “el texto en tensión”.

Los dibujos de Beatriz dan la sensación de que nunca se van a agotar, que son infinitos, que se podrían mirar y mirar todos y cada uno de ellos tantas veces como sea posible, donde sé ira descubriendo cada vez un nuevo mensaje. Esa tensión conduce al goce en el silencio más absoluto. Y en ese espacio virtual el vacío creador hará reunir a la acción del artista con la del contemplador.

Cristina Dompé

1999

“A nadie se le ocurre pedirle al árbol que de a su copa la misma forma que a sus raíces”.
Paul Klee

Las imágenes que hoy presenta Beatriz de la Rúa surgen de lo más profundo de su interioridad, como resultado de su madurez existencial y artística. El punto de partida es la mancha fecunda e informal, aunque trabajada con intensidad, donde las figuras se corporizan por medio de un dibujo de trazo fuerte y definido, que contrasta con la liviandad y sutileza de los fondos. El papel es el soporte elegido para estos encuentros, donde no hay interpretación simbólica sino manifestación visual de las propias pulsiones cuyo encadenamiento define una poética muy personal.

La Tierra como “Matrimonio del Cielo y el Infierno”, según William Blake es el lugar donde acontecen las búsquedas de Beatriz: a través del árbol que hunde sus raíces en la tierra y alza sus ramas hacia el infinito; de la escalera que desciende o asciende comunicando la luz y la oscuridad; de sus personajes ejes verticales diminutos o gigantescos, pasajeros de pesadillas y de paraísos, de sus pájaros de tenebrosos vuelos que despiertan la activa participación del espectador.

Su obra va desde la materia evidente y tangible a lo desconocido, a lo que no se ve, sin más reglas ni límites que los que ella misma se plantea. Las metáforas logradas entre la negritud del dibujo y la transparencia del color abren múltiples posibilidades de diálogo.

Beatriz pinta y vive con profundidad. Cada paso y cada obra, es fin y comienzo a un mismo tiempo, es una escala en la vía hacia una continua superación. Esta es su primera muestra individual, después de largos años de formación, que manifiesta su vital compromiso con la inefable aventura de la creación.

Víctor Chab

1999

Pájaros desmesurados;
Arbustos exuberantes;
El canto salvaje de una hoja
En el desierto;
Árboles solitarios en un
brumoso horizonte;
Sequedad y espesura contenidas por barras de negro mineral;
son la imagen interior,
Los latidos perdurables que Beatriz de la Rúa propone a
un espectador abierto a la
aventura de la creación.