Las últimas obras de Beatriz de la Rúa señalan una ferviente vocación por el color. A aquellas obras mesuradas en blanco y negro, a aquellas tintas de aspecto oriental que la artista supo crear años atrás, le siguen estas telas generosas en tamaño y paleta. El método creativo de Beatriz puede parangonarse con el hacer/pensar; ella necesita estar trabajando en el taller, disfruta inclinarse sobre la tela con sus pinceles y potes de pintura para ir generando sus pensamientos a medida que avanza en la consumación de cada obra. En este sentido podemos afirmar que artista y obra son de temperamento sanguíneo; es decir, vivaz, feliz, una persona receptiva que puede transformar sus emociones en impresiones, que puede fascinar cuando narra, de modo afable y amistoso.

Estas pinturas son algo semejante al volcán que derrama su lava casi sin contención. La paleta centellea intensamente sin temor de integrar colores fríos y cálidos, mientras que en la topografía de la tela aparecen grafismos escondidos o explícitos, como así también transparencias y opacidades. En toda esta estructura cromática suelen asomarse escenas vinculadas con la Naturaleza. Si ejercitamos aquella propuesta de Leonardo da Vinci de observar la mancha de humedad de la pared o en las nubes del cielo para detectar formas comprobamos guiños a la figuración. Esto está reforzado por la misma actitud de nuestra artista que bautiza a sus cuadros con títulos muy orientadores, recordemos que Marcel Duchamp decía que el título era la parte más importante de una obra. La palabra “bosque” aparece una y otra vez, adjetivada de diversas maneras: confinado, no dominado, de fuego, escondido, impenetrable, y templado, entre otras. Que las obras remitan a esta geografía de árboles no es un dato menor. El bosque sigue fascinando al hombre moderno como tal lo hizo con el medieval. En aquellos tiempos ese era un lugar sagrado donde residía el misterio y lo maravilloso, era el punto de convergencia de los gnomos y las hadas, como así también de los hombres lobo, las brujas y los ogros. Era un lugar de atracción y miedo, allí sucedían los aquelarres y más tarde con el cristianismo llegaron los monjes solitarios que se retiraban a orar. Se escondían los santos y los bandidos, los pájaros y los osos, en la frondosidad del bosque se escuchaban sonidos raros y desconocidos, como el tintineo de Dios y del diablo. Ese sentido de lo encriptado y oculto aparece en pinturas como Ramas peligrosas, Donde el mundo no entra y Santuario natural. Antes de que se convierta en un “recurso natural” que había que preservar con fines utilitarios, el árbol-mercancía era árbol-divinidad, era el axis mundi que unía el cielo con la tierra. Justamente ésta es una de las piedras angulares de estas pinturas, sin ser narrativas ni explícitas ellas hablan de una armonía entre individuo y universo, podríamos seguir citando títulos como Soles originarios, Red estelar, Rocas en el agua, Fuego graficado o hasta incluso Caramelos, todos hablan de una naturaleza dichosa, de un río que fluye y no se detiene, de un paisaje vibrante e inquieto. Beatriz encarna al artista mediador que como el árbol puede unir el cielo con la tierra, una tarea tan llena de obstáculos como de gratificaciones. Más que una tarea, un camino que requiere de trabajos y sacrificios -en el sentido etimológico de esta palabra, es decir: hacer sacro-; un sendero que implica varios pasos que alguna vez los hermanos alquimistas plantearon con lujo de detalles y oscuros símbolos y que se puede resumir en tres etapas, la búsqueda de la armonía consigo mismo, con los seres que nos rodean y con el cosmos que nos contiene. Pedes in terra ad sidera visus (con los pies en la tierra, mirando las estrellas) dice el proverbio latino que Beatriz pareciera respetar en su pintura, hay una cierta necesidad de penetrar en los enigmas de la naturaleza para poder comprender los misterios del universo. El conjunto de estas obras es vital como aquella danza de Henri Matisse; el dinamismo de las formas, la felicidad del color y los miles de guiños al espectador conforman una ronda que gira alrededor del misterio de la vida.