Considerada en conjunto, la producción artística de Beatriz de la Rúa pone de manifiesto una vocación formal y un universo imaginario que se consolidan lenta pero consistentemente. Sus procedimientos técnicos, materiales, temas y abordajes evidencian una constancia poco común, señalan intereses que se sostienen y enriquecen a lo largo del tiempo, revelan unas emociones y unas sensibilidades que encuentran en el lenguaje plástico el medio más idóneo para establecer un lazo visual y afectivo con el espectador.
Desde sus primeras pinturas hasta las últimas hay investigaciones, motivos y obsesiones que se retroalimentan sin cesar. Hay imágenes que se repiten, otras que desaparecen y luego resurgen, otras que conforman una suerte de sustrato poético inmanente que adquiere distintas intensidades en momentos diferentes. Podría decirse que la totalidad de su œuvre se despliega en un registro orquestal de sonoridades cambiantes, en el cual, cada tanto, algunos ritmos e instrumentos van asumiendo un protagonismo momentáneo. Así, la serie Cavernas oceánicas (1987) encuentra ritornellos en Camino a la caverna (2006), Caverna submarina (2012) y, finalmente, en la serie Cavernas (2015). Las tintas de la serie Lugares escondidos (2006) reverbera en las tintas posteriores de la misma serie (2015). Naturaleza y espíritu son tonalidades constantes puntuadas por algunos leitmotivs como manchas, árboles y multitudes.
Algo similar sucede en el nivel de las técnicas. Aunque el grueso del trabajo de Beatriz de la Rúa se enmarca en el amplio terreno pictórico, son múltiples los procedimientos que utiliza y su variación es permanente. Tintas, acrílicos, collages, frottages, lápices, gouaches, fotograbados, son algunos de esos procedimientos que, como los temas, van cobrando fuerza, desapareciendo y retornando en diferentes momentos, dando vida a una producción de una riqueza plástica y visual que difícilmente podría haberse logrado de otra manera.
Cabe mencionar la importancia que adquiere un formato particular, el libro de artista, mediante el cual Beatriz experimenta con la palabra, la secuencialidad, el tiempo de lectura y otras propiedades específicas de este singular medio de expresión. Un medio que se fundamenta en unas lógicas propias y que establece unos desafíos muy distintos a los de la espacialidad pictórica, exigiendo una planificación y un sentido del diseño que parecería ir a contracorriente de la espontaneidad y la indeterminación que caracteriza al resto de las obras. Sin embargo, no hay contradicción aquí, sino más bien un contrapunto. Libertad y control se manifiestan en los trabajos de Beatriz de la Rúa como en la vida: para recordarnos las posibilidades y los límites de nuestra existencia terrenal.
Aproximación al “método”
Uno de los procedimientos de trabajo preferidos por Beatriz de la Rúa es el automatismo, un método para generar obras artísticas que exploraron especialmente los surrealistas y luego los informalistas y los expresionistas abstractos norteamericanos. Consiste en manchar, improvisar líneas o poblar de pinceladas una superficie sin un plan previo, sin bocetos ni prescripciones formales, dando rienda suelta a la intuición, el sentimiento interior y la espontaneidad. Los surrealistas buscaban luego figuras fortuitas; los informalistas y expresionistas abstractos potenciaron los efectos de superficie y las configuraciones visuales que plasmaban un cierto sentido del caos o del azar.
Aprovechando la perspectiva histórica que la separa de esas producciones, la artista argentina bebe un poco en ambas soluciones y aporta su propia aproximación. La seduce el poder evocador de las formas, los planos y los contornos que surgen de esta operación, y lo modela de manera tal de convertirlo en un canal para el sentido y la emoción, pero sin traicionar la cuota de libertad que permite al observador encontrar sus propias sugerencias e interpretaciones. Sabemos que la libertad creadora absoluta no existe, que cualquier recurso al libre albedrío estará enmarcado en las creencias, los saberes y las percepciones que nos fueron inculcados como seres humanos de nuestro tiempo. Pero la ausencia de libertad absoluta tampoco existe cuando se bucea en las profundidades de la indeterminación. Y cuando se la convoca, es tarea del arte modularla, explorarla, encauzarla. Los trabajos de Beatriz ensayan este camino recuperando para la experiencia estética ese acercamiento titubeante a la libertad.
En un estudio sobre la obra de Jackson Pollock, la teórica norteamericana Rosalind Krauss señala las transformaciones visuales y conceptuales que se derivan de dos momentos diferentes del trabajo del artista. Como sabemos, Pollock realizaba sus pinturas colocando las telas sobre el piso y avanzando con su cuerpo sobre ellas; luego, las presentaba embastadas y colgadas sobre una pared. Según Krauss, en la primera etapa, cuando la tela se ubica de forma horizontal y el cuerpo se encuentra más próximo a ella, el artista se involucra de manera motriz y sensorial, activa músculos y articulaciones, se mancha, se impregna de las emanaciones de los materiales, de sus olores, de sus influjos cromáticos, y no posee un sentido de la totalidad; su implicación es ante todo emocional. Luego, cuando la tela se embasta y se ubica de forma vertical, el ojo adquiere preponderancia; se pierde ese contacto íntimo con los materiales y comienzan a dominar las formas, los campos cromáticos, la composición. Es el momento del raciocinio, de la mirada analítica y del triunfo de la totalidad sobre la visión parcial.
Muchas de las obras de Beatriz de la Rúa han pasado por estos dos momentos. Con frecuencia la artista trabaja sobre una mesa. Desde la escasa perspectiva que le brinda estar tan cerca de la superficie sobre la que está actuando, es muy fácil perderse en los trazos, los planos matéricos, los campos de color, las manchas. Es el momento para amplificar las emociones a flor de piel, dejarse llevar por los movimientos imprecisos de la mano, propiciar los accidentes, andar a tientas, confiar en los poderes de lo impredecible, que siempre recompensa con una cuota de asombro y algún descubrimiento inesperado. Esto no significa abandonar la creación a la pura improvisación; por el contrario, esto es un método. Si no se lo sabe implementar, no ofrecerá ningún resultado convincente. Hace falta un estado espiritual y emocional preciso para llevarlo a cabo; este es un punto de partida que de la Rúa conoce muy bien y que se percibe de inmediato en cada uno de sus trabajos.
En una segunda etapa, el ojo y la mente organizan los dictados del espíritu. Se revelan las formas, aparecen figuras donde antes solo había líneas o manchas, se reconocen patrones y ritmos, la imaginación les pone nombres a los hallazgos o plantea nuevos senderos a explorar. La primera etapa se complementa en otra en la cual comienza a actuar la voluntad de forma y sentido. A veces, la mano de la artista completa, retoca, agrega elementos que considera necesarios, transforma algunas imágenes en otras, compone, equilibra. El automatismo es un punto de partida, pero no siempre es también el punto de llegada. Incluso si el resultado de la espontaneidad se demuestra formalmente interesante, en la colocación de un título hay una intervención no menor que transfigura el proceso creativo en el acto de instauración que da vida a una obra artística en todo su derecho.
Claro que no todas las obras de Beatriz de la Rúa surgen de la misma manera. Algunas delatan bocetos previos o intenciones específicas de arribar a un resultado concreto. La pulsión figurativa es evidente en ciertas tintas y piezas gráficas donde la línea es protagonista. En Raíces profundas (1999) aparece el motivo del árbol sujetado y de las raíces que conquistan su lugar en la tierra, que reaparecerá varias veces con posterioridad. La vegetación estalla en el tríptico Árbol, intermediario verde (2008), en el cual una profusión de troncos, ramas y hojas dan vida a bosques paradisíacos interminables. La instalación ADN (2011) está conformada por papeles pequeños cubiertos con tramas gráficas y dispuestos en posiciones rítmicas precisas. Los libros de artista, con sus diseños editoriales, páginas regulares, imágenes sincronizadas y líneas de textos requieren, desde ya, una planificación diferente al desafío de la tela en blanco. Todas estas facetas conviven en un equilibrio dinámico en la producción de Beatriz de la Rúa. Quizás sea este el más elaborado de sus métodos: el haber logrado un balance armónico entre emoción y raciocinio, sensibilidad y concepto, mano y mente.
Aventuras de la mancha
“La mancha es un ser de contornos imprecisos que se derrama y deja halos, filamentos y aureolas para evocar mundos acuáticos y polvorientos, plenos de sombras e historias”. Con estas palabras, que prologan el catálogo de la exposición Piedra libro (2006), el artista Horacio Zabala pone en evidencia las múltiples posibilidades plásticas y conceptuales de un elemento clave que acompaña la producción artística de Beatriz de la Rúa desde sus inicios.
La mancha es protagonista indiscutible en los trabajos realizados con tintas, pero se puede encontrar también en acrílicos y óleos, e incluso, camuflada, en collages y frottages. No obstante, no siempre aparece de la misma manera. En obras tempranas, como la serie de las cavernas (1987), se presenta principalmente como superficie cromática, generando territorios y atmósferas multicolores con vibración propia. En la serie Mundos oníricos (1987), la preponderancia de la línea relega la mancha a los fondos, que, al ser papeles, se impregnan de los derrames líquidos traduciéndolos en planos de diferentes intensidades de color, más bien bajos, pero siempre omnipresentes. Esas intensidades pueden ser narrativas e incluso dramáticas; pueden evocar extensiones acuosas, paisajes o, quizás, climas siniestros o misteriosos.
Alga, primer elemento (2002) es una interesante obra en la cual la mancha domina la composición, debatiéndose entre la construcción de un paisaje y la pura abstracción. La reducción a dos colores –el amarillo y el negro– promueve una confrontación visual que ensalza ritmos y agitaciones ópticas. Esto último se potencia en la serie Hilos de agua (2002), que pareciera transmitir las dinámicas de masas acuosas empujadas por las corrientes. Esta exaltación del agua como flujo incesante convoca un significante que será central en toda la obra posterior de Beatriz: la perpetua movilidad de la vida.
En piezas como Agua ardiente (2005), la tinta actúa como la acuarela, estableciendo planos y zonas cromáticas que construyen espacialidad. Aquí la mancha se propone como una cómplice de la representación, ayuda a destacar e identificar figuras a partir de una trama visualmente compleja. Lo mismo sucede en un conjunto de obras que se centran en multitudes humanas, como Desatados (2004) o Espectadores desconcertados (2005), compuestas por una maraña de rostros frontales que observan atentamente al espectador. Las caras cobran mayor o menor identidad a partir de la intervención de líneas que abocetan cabelleras, narices y ojos, pero, sobre todo, gracias a un trabajo cromático basado en manchas que va acentuando y jerarquizando los rasgos humanos, extrayéndolos de una suerte de jungla gráfica que pareciera tenerlos atrapados.
Las relaciones entre mancha y línea son objeto de laboriosas investigaciones. Hay tintas en las cuales las diferencias entre una y otra son sutiles, como en Detrás de la pasión (2003), Refugio (2005) o la serie Sin título (2015), realizadas mediante pinceladas rápidas y aguadas que reúnen veladuras, absorciones y accidentes, al punto de desestimar cualquier intento de separar ambos procedimientos. En otras obras hay una voluntad clara de explotar al máximo las interacciones entre ellos. En Reserva de vida (2006), por ejemplo, una imponente mancha en rosa y gris es el escenario para un paisaje incierto pero que solo existe dentro de ella; afuera se extiende el vacío de la hoja en blanco. En la serie Lugares escondidos (2006), la tinta se esparce erigiendo formas que podrían ser montañas o acantilados; en su interior evolucionan algunas líneas abigarradas que sugieren algún tipo de construcción, tal vez humana o tal vez natural. En las obras de la misma serie de 2015 estos agregados lineales ya no existen: las extensiones de tinta producen formas de vocación arquitectónica que terminan de consolidarse como tales debido a la insinuación de su título. En algunas de las piezas Sin título (2015) mencionadas antes, halos de tinta derramada crean una atmósfera lúgubre para un remolino de líneas materializadas en pastel graso.
Pero la mancha no siempre necesita de compañía. Con una buena dosis de maestría, Beatriz de la Rúa logra que algunas de ellas cimenten una representación o connoten imágenes, sentidos o emociones específicas. Es el caso de Mujer lobo (2006), Sintetizando (2006), Verano (2013), Tesoro marino (2015) y la mayoría de las tintas del libro de artista Vibrar en lo sutil (2019), entre tantas otras obras. Aquí, la propuesta apunta a perderse en los derrames incontenibles, en las aureolas atornasoladas, en las reacciones del soporte al material diluido, en las formas incomprensibles, en los designios del azar y en los hallazgos rápidamente asumidos como valores compositivos. Son trabajos que resultan de la experimentación, de la prueba y el error, del ensayo permanente, adoptados como los ejes de una propuesta estética que relativiza la importancia de las formas aprendidas y se aventura en la búsqueda de otros horizontes.
En esta línea experimental se podrían ubicar también un conjunto de collages en los cuales la mancha adquiere una dimensión matérica. Sería el caso, específicamente, de obras como Agujero cósmico IV (2006) y la serie Bolsas de piedras (2006), en las cuales una superficie arrugada ocupa el centro de la composición a la manera de un spot que conmueve el plano que lo contiene. Este proceder, que trae reminiscencias del período de los monstruos y las anamorfosis de Jorge de la Vega, o de prácticas informalistas como las de Jean Dubuffet, se destaca aquí por su extrema síntesis y sencillez. No encontramos en estas obras los problemas plásticos del artista argentino ni el gesto trágico del francés, sino más bien una apuesta a la sensibilidad de unos pliegues arrancados a la superficie pictórica, que buscan activar esa sinestesia mediante la cual el tacto avanza sobre nuestros ojos a través de la rugosidad de una textura a flor de piel.
Las producciones más recientes de Beatriz de la Rúa llevan el tratamiento de las manchas hasta límites poco frecuentes. Podría decirse que en ellas la artista “pinta” con manchas, cumpliendo con todos los requerimientos de la representación y la composición. En Rocas en el agua (2012), por ejemplo, consigue unos efectos de vibración y profundidad asombrosos. El trabajo con tintas aguadas y veladuras contribuye en gran medida a estos efectos, aunque también aparecen en obras realizadas con acrílico, como Virtudes del alma (2018) o Tesoro marino (2015). Claramente, la práctica acumulada con los años le permite abordar sin mayores riesgos unas complejas combinaciones de figuración y abstracción que juegan con los márgenes de una y otra. Lo vemos en Caverna submarina (2012), Ventana al glaciar (2013) o Jardín tropical (2015), por solo mencionar algunas obras.
En estos últimos años ha habido también una transformación de la paleta que imprime a los trabajos un carácter exaltado. Se trata de una cromaticidad mucho más luminosa, incluso más contemporánea, en la medida en que recuerda los tonos saturados y vibrantes que encontramos en las imágenes digitales. Si la serie Mundos oníricos (1987) estaba modulada sobre variaciones de tonalidades ocres, las obras recientes ponen el énfasis en los colores primarios y secundarios con un alto grado de saturación. La serie Cavernas (2015) es quizás la más representativa de esta tendencia, aunque se puede apreciar en el conjunto de las producciones actuales.
Evocar y narrar
Los procedimientos, técnicas, imágenes y abordajes que caracterizan las creaciones de Beatriz de la Rúa no son, desde ya, aleatorios. Responden a sus necesidades expresivas, son el resultado de una pesquisa orientada por objetivos estéticos precisos, ajustados y refinados a lo largo de los años. Esta investigación no se limita exclusivamente al hacer, sino también al decir. Como en las obras de todos los artistas, hay en las de Beatriz una pulsión comunicativa, la búsqueda de un encuentro sensible con el espectador, la posibilidad de un diálogo, la puesta en acto de unas emociones y unos afectos que requieren de un eco empático en el observador.
El “decir” de Beatriz de la Rúa pasa en gran medida a través de una perspectiva espiritual y filosófica de la vida. En sus libros de artista son frecuentes las citas orientales, las referencias a la existencia, el vacío, el alma, la eternidad. Los títulos de las obras son otras fuentes de pistas que orientan en este sentido. Las recurrentes imágenes de la naturaleza no surgen de un interés específico por el paisaje, sino que apuntan a lo que en ella hay de vital, de renovación permanente, de trascendencia. Para plasmar estas ideas, la representación tradicional no siempre es adecuada. Hay que poder también sugerir, revelar, evocar.
Para el crítico Julio Sánchez, “en las obras de Beatriz de la Rúa se conjugan dos visiones complementarias: la oriental, con la impronta del gesto entendido como producto de una fuerza sutil que atraviesa al artista como canal, y la occidental, con una tendencia a generar figuras y narración”. Esta aproximación dual pasa por diferentes momentos e inflexiones a lo largo de los años, pero podría decirse que es una suerte de constante subyacente. El gesto, la expresión, la intuición, la energía plástica conviven con un imaginario natural desbordante, con atmósferas sugerentes, con universos poéticos expansivos plenos de detalles y agudezas que promueven el placer, la vitalidad y el deseo.
Estas visiones y sentimientos dan lugar a narrativas insistentes que no son sino traducciones visuales de las ideas y los anhelos de la artista. Los primeros trabajos son más bien terrenales. Están poblados por árboles, animales y figuras de reminiscencias humanas, aunque casi nunca se presentan como tales. Hacia el 2000, el agua introduce espacios más fluidos y dinámicos. Como contrapunto a la dimensión siempre renovada de las corrientes acuosas, la aparición de la piedra dirige la atención hacia una materialidad que trasciende las edades del mundo, atesorando energías encapsuladas. En 2011, la serie ADN surge como una pregunta por el ser, por las tramas que configuran el universo, por las unidades mínimas, moleculares, que podrían interpelar aquello que somos.
Las obras recientes retoman el imaginario natural, pero desde un punto de vista renovado. El cromatismo exaltado, las paletas cálidas, la espacialidad expansiva que funciona como escenario de formas flotantes denotan un estado de elevación espiritual diferente. Hay una apelación constante a lo cósmico, tanto en las imágenes como en los títulos: Planetas en explosión (2014), Jardín cósmico (2015), Soles originarios (2013). Las obras hacen referencia también a sueños mágicos, deseos escondidos, espíritus viajeros, mapas de la conciencia, virtudes del alma. Todo esto pone de manifiesto que, más allá de las experimentaciones plásticas, existe una cosmovisión que busca plasmarse y revelarse en cada criatura artística.
Un caso particular de esta configuración narrativa se encuentra en los numerosos libros de artista que Beatriz de la Rúa realiza a la par de sus pinturas. La lógica estructural de estas ediciones, aun cuando no respondan al formato del libro tradicional, introduce parámetros de lectura que no condicen con los habituales de la composición plástica. Aquí hay una secuencialidad de elementos que se despliegan en tiempos y espacios diferentes, instancias de principio y fin, interacciones con textos escritos, texturas materiales que se pueden palpar, la recomendación para que el lector active las variaciones del objeto –aunque tan solo sea dando vueltas las páginas– y una proximidad e intimidad que promueven una experiencia muy distinta a la de observar una obra visual a la distancia.
Naturalmente, los libros de artista no se apartan de los intereses, los imaginarios y las obsesiones que dan vida al resto de sus obras. Solo los vehiculan en formas singulares. Recorrido de vacíos acumulados (2004) es un cuaderno de tapas manchadas, habitado por dibujos de animales y plantas, con algunas hojas recortadas y textos manuscritos pertenecientes a María Shaw. “Al cerrar hoy nuestros ojos superficiales a la luz del día –se lee en una de sus páginas pintadas de azul– decimos sí a la eternidad. Vamos dejando atrás todo nuestro pasado y ya no queda más pasado sino olvido”.
El año 2006 es una temporada prolífica para este tipo de realizaciones. Moleskine (2006) se apropia del formato de las famosas agendas italianas para cobijar un extenso papel desplegable colmado por una sucesión de trazos de tinta. Hilo de línea (2007) adopta la configuración de una caja de cartón que contiene tintas sobre papel; tras la última, aparece la curiosa frase “Con papel no se envuelve el fuego”. Sin embargo, Piedra caja (2006) es, sin dudas, la más compleja de este tipo de obras. Se trata de una caja de acrílico compartimentada que contiene piedras reales y artificiales, fotografías y un par de libros minuciosamente trabajados con líneas y manchas; una versión multidimensional de algunos de los tópicos comunes de esos años.
Esta agua es fuego (2017) consiste en una caja de cartón con cinco cuadernillos intervenidos con diferentes tramas gráficas. Su punto de partida es el poema 12 del Tao Te Ching, que, en su carácter enigmático, su remisión a los sentidos y su reflexión sobre las oscilaciones entre el mundo interior y el exterior, encarna a la perfección muchas de las meditaciones visuales e intelectuales que atrapan a la artista.
Los colores ciegan el ojo.
Los sonidos ensordecen el oído.
Los sabores nublan el gusto.
Los pensamientos debilitan la mente.
Los deseos marchitan el corazón.
El maestro observa el mundo
pero confía en su visión interior.
Permite que las cosas vengan y vayan.
Su corazón permanece tan abierto como el cielo.
Lao Tzu
Vibrar en lo sutil (2019) es el libro de artista más reciente de Beatriz de la Rúa. Está conformado por una caja de cartón neutro, en cuyo interior se atesoran manchas realizadas en tonalidades intensas sobre un papel translúcido, que se transfieren hacia otro papel de mayor gramaje ubicado por debajo de ellas. El efecto de duplicación espectral es desconcertante, pero no tanto, quizás, como las palabras de Christa Wolf que lo acompañan: “Lo último será una imagen, no una palabra. Las palabras mueren antes que las imágenes”.